sábado, 12 de octubre de 2013

El taylorismo y el fordismo

Por Eduardo Garzón 
Un aumento de productividad en el ciclo de producción (debido a una innovación técnica, organizativa, o de otro tipo) supone una mejora sustancial en el proceso que permite obtener avances en la eficiencia del mismo. Una mayor productividad permite básicamente producir lo mismo en menos tiempo (o con menos trabajadores) o producir más en el mismo tiempo (o con los mismos trabajadores). Las sociedades precapitalistas normalmente se decantaban por la primera opción, pero ya vimos que a las sociedades capitalistas no les queda más remedio que elegir la segunda vía. La feroz competencia a la que están sujetas la mayoría de empresas las empuja a mejorar sus estructuras de producción para poder vender más barato que sus competidores. Esto trae como consecuencia que los gerentes de las empresas estén permanentemente preocupados por lograr mejoras de productividad, pues de ello depende la supervivencia de su negocio.
Los aumentos de productividad han sido una constante en la historia del sistema capitalista. Sin embargo, estos avances no se han producido de una manera uniforme y en ocasiones han tenido una repercusión tan importante que han provocado enormes cambios en los procesos de acumulación e incluso en las sociedades en las que se enmarcan. El ejemplo más destacado al respecto es la conjunción del taylorismo y fordismo que terminaron conformando con el paso de los años una etapa del sistema económico capitalista que vino a denominarse capitalismo fordista.
A principios del siglo XX los repetidos e importantes conflictos entre trabajadores y empresarios normalmente terminaban bloqueando temporalmente los procesos de acumulación en las empresas. Los trabajadores exigían mejorar sus condiciones de vida y de trabajo fundamentalmente a través de subidas salariales, lo cual iba en contra de los intereses de los empresarios. Para conseguir este propósito llamaban a las huelgas para detener la producción hasta que sus peticiones fueran escuchadas. Estos paros laborales podían ser incluso más perjudiciales para el ciclo productivo que una pérdida de rentabilidad en el negocio provocada por aumentos salariales, por lo que en muchas ocasiones los propietarios de los medios de producción terminaban dando el brazo a torcer y negociando con los sindicatos de los trabajadores mejoras en las condiciones laborales.
En el contexto de estos conflictos las puntuales mejoras de productividad venían a solucionar buena parte de los problemas de ambos bandos, pues la nueva situación permitía mejorar los salarios de los trabajadores sin perjudicar la rentabilidad del negocio. Por este motivo los empresarios también deseaban lograr avances en materia de productividad. La productividad no sólo era buscada para poder sobrevivir a la competencia, sino también para sobrevivir a los conflictos internos en la organización del trabajo.
Y es en este contexto cuando surge el taylorismo u organización científica del trabajo. El taylorismo fue un método de organización industrial cuyo fin era aumentar la productividad gracias a un sistema de organización racional del trabajo. Se basaba en la plasmación del método científico en las actividades laborales mediante la separación organizada de las tareas, la articulación de las mismas en secuencias y en procesos, y en el cronometraje de dichas operaciones. Se eliminaban de esta forma los movimientos inútiles de los trabajadores y se simplificaba su labor. Los trabajadores pasaron a realizar actividades muy repetitivas y simples que no requerían una gran destreza, por lo que podían realizarlas de forma rápida y eficiente.
Esta nueva organización del trabajo trajo importantes aumentos de productividad. Al mismo tiempo que se elevaba considerablemente la producción, se pudieron mejorar las condiciones laborales de los trabajadores. No obstante, muy pronto empezaron a aparecer problemas asociados a esta nueva forma de organización del trabajo: en las fábricas donde se implantó esta lógica organizacional, el ritmo de producción se aceleró y sobrepasó al ritmo de consumo. Los consumidores (que en aquella época pertenecían principalmente a la élite de la sociedad) tardaban más en ir a comprar los productos de lo que los productos tardaban en ser fabricados. Puesto que el taylorismo consistía en una serie de actividades secuenciales cuya duración estaba cuidadosamente medida, la producción no podía ser ralentizada ni detenida, y esto implicó que los productos finales fueran acumulándose en los almacenes sin que se les pudiera dar una salida inmediata al mercado. Y como sabemos, si la empresa no puede deshacerse de lo que ha producido no obtendrá los beneficios necesarios para que su actividad sea rentable y entrará en una crisis de rentabilidad.
Este fue el problema que analizó Henry Ford unos años más tarde. Este fabricante de automóviles estadounidense se dio cuenta de que como los consumidores tradicionales de productos de elevada tecnología –como los automóviles– eran fundamentalmente personas con elevada capacidad adquisitiva y éstos no eran muchos, la cantidad de consumidores potenciales era muy insuficiente para dar salida a una producción que en algunos años se había multiplicado por diez gracias a la nuevas técnicas de organización laboral. La solución que encontró a este problema consistió en aumentar los salarios a sus propios trabajadores para que pudieran comprar los productos que ellos mismos fabricaban. Así lo explicó el propio Henry Ford: “Todos los negocios de los ricos no bastarían para hacer vivir una sola industria. Aquí la clase que compra es la clase trabajadora, y es necesario que se convierta en nuestra clase ‘acomodada’ si queremos dar salida a nuestra enorme producción… los empleados de una industria deben ser sus mejores clientes” (1).
De esta forma surgió el fordismo, que era precisamente la combinación de formas tayloristas con salarios elevados que permitían que los trabajadores pudieran incorporarse al consumo de masas y de esta forma resolver en un principio esta interrupción en el ciclo de acumulación.

Fuente: http://eduardogarzon.net/el-taylorismo-y-el-fordismo/ 
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jueves, 10 de octubre de 2013

El movimiento ecologista y la defensa del decrecimiento

Vicenç Navarro

Catedrático de Ciencias Políticas y Políticas Públicas. Universidad Pompeu Fabra y Profesor de Public Policy. The Johns Hopkins University
Desde sus inicios, el movimiento ecologista ha tenido dos vertientes o versiones. Una asume que el mayor problema que tiene la humanidad debido al deterioro del medioambiente se debe al crecimiento demográfico que, al generar el consumo de más y más recursos, llegará a determinar un deterioro total del medioambiente, que será inhabitable.
El autor más conocido de esta versión (que fue homenajeado por el gobierno de la Generalitat en 2009), que podríamos llamar malthusiana, es Paul Ehrlich que terminaba su famoso libro The Population Bomb con este párrafo “La causa más importante del deterioro ambiental a nivel mundial es fácil de ver. La raíz del problema es que cada vez hay más coches, más fábricas, más detergentes, más pesticidas, menos agua, demasiado dióxido de carbono, resultado de que hay demasiada población en el mundo”.
De esta explicación de la crisis medioambiental, Paul Ehrlich deriva su propuesta de solucionarla centrándose en controlar el tamaño de las poblaciones e intentar reducir su crecimiento. Esta versión aparece de muchas maneras y con distintos matices. Suele ir acompañada de la teoría de las limitaciones de los recursos que se están consumiendo y, entre ellos, los recursos energéticos son un ejemplo claro. La futura limitación de las fuentes de energía no renovables tiende a ser el caso citado como causa de alarma y preocupación por los autores pertenecientes a esta tradición.
La otra versión del movimiento ecologista es la que centra la causa del deterioro ambiental, no tanto en el crecimiento de la población, sino en el crecimiento de la utilización de tecnologías o sustancias tóxicas y contaminantes, que pueden sustituirse, independientemente del crecimiento de la población. Su máximo exponente es Barry Commoner que fue el fundador del movimiento ecologista progresista en EEUU y que, diferenciándose de la versión conservadora –que se caracterizó por su determinismo demográfico-, centró sus propuestas en el cambio y sustitución de los recursos y tecnología utilizados, cuestionando la inevitabilidad del deterioro medioambiental que Ehrlich consideraba como consecuencia del crecimiento demográfico. Barry Commoner mostraba la reducción del dióxido de carbono (resultado de sustituir el tráfico de mercancías por carretera por el de tráfico ferroviario, basado en la electricidad) como ejemplo de la reversibilidad del daño medioambiental. Barry Commoner no ponía el énfasis en el crecimiento demográfico sino en la utilización de productos que afectan negativamente al medioambiente y, por lo tanto, a la humanidad. La solución es encontrar sustitutivos a los productos contaminantes. La sustitución de la energía nuclear por las energías renovables como la solar es un ejemplo de ello.
En varios escritos, que se han convertido en clásicos, Commoner analizó la contaminación atmosférica (debida al dióxido de carbono) en varios países desarrollados y subdesarrollados, mostrando que la variable más importante para explicar la calidad ambiental no era la población sino la tecnología utilizada, de manera que países con escasa población podían ser muy contaminantes y países muy poblados no tenían que ser contaminantes, pues podían utilizar tecnologías que no afectaban negativamente al ambiente (Commoner, Barry “Rapid Population Growth and Environmental Stress” y “Population, Development, and Environment: Trends and Key Issues in the Developed Countries”, ambos publicados en elInternational Journal of Health Services, Volumen 21, 1991 y Volumen 23, 1993). La población podía ser una variable influyente en el crecimiento de la toxicidad en el medioambiente, pero el impacto de la tecnología utilizada era varias veces superior al impacto generado por el tamaño de la población. Barry Commoner cuestionaba el catastrofismo que suele caracterizar la versión ecologista conservadora, refiriéndose al mejoramiento de las aguas en varios ríos estadounidenses, resultado de la regulación del flujo de sus aguas.
Esta concienciación de la importancia de la utilización de estas tecnologías y productos contaminantes llevó a Barry Commoner a analizar porqué unas tecnologías eran utilizadas más que otras. Y ello le llevó al estudio de la estructura económica y energética de un país, concluyendo que la estructura de poder que sostiene el tipo de producción era el causante del deterioro ambiental. Y le preocupaba mucho, por ejemplo, la enorme concentración de la propiedad de las energías no renovables que coincidía con la de las renovables. Y de ahí deriva el problema. 
Las teorías del decrecimiento
Una situación semejante existe ahora en algunas de las teorías del decrecimiento. En un momento en el que la economía no crece, causando enormes daños, como el elevado desempleo, aparecen teorías económicas que sostienen que el crecimiento económico es malo, pues consume más y más recursos que son finitos, cuya desaparición causará gravísimos daños, considerando el decrecimiento como una evolución positiva, forzándonos a todos a ser más austeros en nuestro consumo. Como millones de seres humanos ya viven en condiciones de gran austeridad, no queda claro qué es lo que tienen que hacer los países austeros, excepto desincentivar que se consuma más. Su solución, por lo tanto, se aplicaría a los países de gran consumo, comúnmente conocidos como “países económicamente desarrollados”. Y es ahí donde se centra la propuesta de reducir el consumo que se considera un despilfarro de recursos finitos e insustituibles.
El problema con esta propuesta es (tal como Barry Commoner criticaba a Paul Ehrlich) que asume erróneamente que solo hay un tipo de consumo y actividad económica y que hay solo una manera de crecer económicamente (además de sostener también la finitud de recursos y/o su falta de sustituibilidad).
El crecimiento es una categoría contable y tiene un carácter genérico que nos dice muy poco. Se puede crecer económicamente produciendo prisiones y tanques y se puede crecer construyendo escuelas e investigando cómo curar el cáncer. Se puede crecer construyendo grandes edificios o manteniendo los ya existentes para hacerlos más ahorradores de energía y habitables. Ser anticrecimiento, sin más, es una actitud que refleja un cierto inmovilismo que perjudicará a los más débiles de la sociedad como ya estamos viendo ahora, cuando las sociedades están decreciendo. La cuestión no es, pues, crecimiento o decrecimiento sino qué tipo de crecimiento, para qué y para quién. Hoy las necesidades de la población mundial son enormes. Exigir que el mundo deje de crecer es equivalente a negar la posibilidad de mejorar. Ni que decir tiene que existen ya los recursos para permitir una vida digna a todos los ciudadanos del mundo. Ahora bien, alcanzar esta realidad requerirá una enorme redistribución de los recursos que será necesaria pero insuficiente, pues habrá la necesidad de producir más y mejor para satisfacer las enormes necesidades, definidas estas democráticamente.
Esta redistribución no pasa necesariamente por una reducción del crecimiento de los países desarrollados como algunas voces del movimiento por el decrecimiento están sugiriendo. En realidad, y tal como he indicado anteriormente, el tema relevante no es el crecimiento sino el tipo de crecimiento. La sustitución del transporte de mercancías en camión por un sistema ferroviario no contaminante para ahorrar energía o la sustitución del coche contaminante por el coche eléctrico o del coche individual por el transporte público colectivo no suponen necesariamente un crecimiento menor sino otro tipo de crecimiento. Esto es lo que algunos defensores del decrecimiento parecen ignorar. Es necesario redefinir lo que se entiende por crecimiento pero me parece erróneo asumir que hay solo una forma de crecer y concluir, con ello, que el crecimiento económico es intrínsecamente negativo. Como también me parece erróneo asumir que la inteligencia humana, puesta al servicio de las necesidades de la población en lugar de optimizar la acumulación del capital, no pueda redefinir los recursos materiales, de manera que enriquezcan en lugar de que deterioren la calidad medioambiental del planeta. Ejemplos de que ello es posible ya tenemos, como bien documentó Barry Commoner.
Una última observación. Nada de lo que he dicho puede interpretarse como una dilución de mi compromiso en cuanto a la necesidad de tomar medidas radicales para prevenir el deterioro medioambiental y aplaudo el esfuerzo de movimientos ecologistas a favor de concienciar a la ciudadanía del grave problema que se ha creado con el crecimiento actual, poco respetuoso, cuando no hostil, con la calidad medioambiental de donde las poblaciones viven. Pero, es este mismo compromiso el que me exige ser crítico con aquellas voces que parecen añorar nostálgicamente un mundo pasado, negando la posibilidad del progreso. Hace años, debatí con Ivan Illich, criticando su postura opuesta a la universalización de los servicios sanitarios, por considerar que negaban al ser humano su característica de ser autónomo, creando dependencias del sistema médico. Este mirar atrás puede verse fácilmente como una mera actitud regresiva. Y es ahí donde creo que se puede llegar con este discurso anticrecimiento. Se tiene que exigir otro tipo de crecimiento, un crecimiento que responda a las necesidades humanas y no a la necesidad de acumular capital, pero esto es muy distinto a paralizar todo el crecimiento. Me parece un profundo error.


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